En pocas palabras, o en muchas a veces; con sentido y en otras ocasiones, sin él, viviremos la «verdad de Panamá» versus la «verdad de los panameños».
Mi abuela, que en paz descanse, decía que Panamá estaba debajo del trono de la Virgen María. A veces pienso que es una realidad de a puño. A veces me da miedo el simple hecho de salir a comprar al supermercado.
Un país cuyo parámetro de felicidad es superior a la media mundial, un país en donde el centro del mundo se dice que es el corazón del universo; un país con todas las bondades y características necesarias para ser el más próspero de la región. Un país que según toda una serie de conceptos, podría ser un lugar de ensueño y encantador donde deseas despertar cada día… Pero amanece a las 4.00 de la mañana y la situación del panameño no está llena de colores.
Lo que Panamá como país ha podido ser, el panameño no lo es: amanecer es tenebroso, a veces peligroso y, muchas veces, vergonzoso. Ese trayecto de la cama al baño y no contar con el valioso liquido para empezar el día con ganas de echar pa’ lante se convierte en amargura y desaliento.
Sin más, aceptamos el hecho de que pasaremos otro día sin agua, otro día sin deseos. Al continuar nuestra jornada matutina, nos vemos envueltos en la lamentable situación de la alimentación básica. No te equivoques: tenemos los alimentos más caros del mundo. Si tenemos hijos o si no los tenemos, no importa, el desayuno se hace igual amargo y desesperante.
Con casi nada en el estómago emprendemos la aventura de ir al trabajo. Con sólo pensarlo me da escalofríos, si tuviera que explicarte la sensación que estoy seguro que muchos sentimos, te diría que deja de ser una aventura para convertirse en un deporte de alto riesgo: madrugar 4 horas antes de la entrada al trabajo por el simple hecho de que o no hay medios de transporte públicos eficientes, o simplemente, los que existen no tienen la capacidad o te revientan el bolsillo día a día.
La amargura llegó a nuestros cuerpos, las sonrisas desaparecen, las miradas peligrosas y dañinas son constantes. El temor descomunal de ser asaltado, atropellado y hasta asesinado se transpira dentro de los metrobuses atestados de personas comunes, vigilantes, temerosas y altamente agresivas jugando el juego más panameño que la dictadura nos dejó: el «juega vivo».
Luego de un largo día de trabajo, soñando con la quincena, muchas veces con el estómago vacío o con un plato de comida recalentada y en pocos casos, una comida de fonda que apenas podemos pagar, retomamos el trayecto que nos trajo de casa, otras 4 horas de viaje bajo las mismas circunstancias que en la madrugada. Sin pensar en que hemos perdido 8 horas de nuestras vidas cada día, llegamos a nuestros hogares con la esperanza de un mejor mañana. Sin darnos cuenta, caemos rendidos entre pensamientos de lotería y bochinches de vida ajena esperando un nuevo amanecer.
Y así entre un trabajo que nos desespera, un trayecto de terror, un cuerpo desganado y maloliente, escuchamos en los medios televisivos los millones de dólares que se gastan los políticos de turno para -según ellos- mejorarnos la calidad de vida, bajar los precios de los alimentos, promesas de agua potable 24 horas al día… escuchamos lo «rápido» que progresa el país, nos hablan de la economía que es «líder» en la región, escuchamos los anuncios publicitarios de rebajas y descuentos en almacenes, viviendas, alimentos. Y así un largo etcétera…
Nos quedamos dormidos con un abanico y sueños de que nos lleguen las maravillas que se anuncian en la televisión, pero despertamos en nuestra continuada realidad: un mañana sin esperanzas, sin sueños, amargados; viviendo el mismo circulo de verdades de un panameño en un Panamá que no existe.
Opinión: Pepe Segura
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