Las FARC han ejercido durante años un control efectivo de amplios territorios en Colombia y ahora que se retiran el Estado está ante el desafío de ocupar esos espacios rurales y evitar que el conflicto se recicle con la llegada de otros actores armados.
Las FARC, en proceso de desarme tras la firma del acuerdo de paz, son sólo uno de los grupos que han intervenido en un conflicto armado con numerosos tentáculos y actores bañado con un barniz de narcotráfico que ha hecho que algunos de ellos se hayan girado por completo hacia el negocio de la droga.
Tanto es así, que el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) alertó la semana pasada de que no se puede hablar de posconflicto en Colombia mientras continúen operando esos grupúsculos armados que amenazan con perpetuar el conflicto bajo nuevas formas.
Uno de los ejemplos más notables de lo perverso del conflicto lo conforma el Ejército Popular de Liberación (EPL), una guerrilla de influjo maoísta que se desmovilizó en su mayoría en 1991.
Sin embargo, un pequeño grupo se resistió a dejar las armas y se concentró en la agreste región del Catatumbo, un polvorín fronterizo con Venezuela en el que conviven con otras bandas y de la que parecen haberse enseñoreado.
Ellos son considerados por el Gobierno como un grupo de narcotraficantes y esa es, sin duda, la principal ocupación de los cerca de 250 hombres que lo componen.
No obstante mantienen una fachada de guerrilla, con uniformes, armas de combate de primer nivel y el eslogan histórico del EPL, «Combatiendo venceremos».
Toda esa apariencia las convierte en una banda difícil de dominar para el Estado, máxime si se tiene en cuenta la ausencia de este durante décadas en el Catatumbo, y también en un riesgo mayor al de una banda de narcotraficantes convencional.
El EPL, llamado «los pelusos» por las autoridades, combate por el dominio del territorio y, una vez consolidado, lo ejerce con sevicia y bajo el dominio del miedo.
Además, tras la muerte en una operación militar y policial en 2015 del hombre que los lideró durante años, Víctor Ramón Navarro, alias «Megateo», considerado en su momento el segundo narcotraficante más buscado del país, el grupo parece haber sufrido una escisión con otras dos personas buscando ser el máximo cabecilla.
De las filas del EPL salió el mayor capo actual del narcotráfico de Colombia, Dairo Antonio Úsuga, alias «Otoniel», un hombre que de los maoístas pasó a la extrema derecha que representaban las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Cuando esa facción se desmovilizó en el 2006, un nutrido grupo con base en la región de Urabá, limítrofe con Panamá, no dejó las armas y se transformó en la banda del Clan del Golfo, también denominado Clan Úsuga.
Ellos son hoy en día la principal preocupación de seguridad para un país en el que el conflicto armado se dio la mano con el narcotráfico y este último terminó tomando el control y minimizando en muchos casos su cariz político, lo que explica que una persona como «Otoniel», con hambre de poder y riqueza, diera ese salto.
Con unos 2.500 hombres en sus filas, según las autoridades, el Clan del Golfo mantiene en parte sus formas de grupo paramilitar y unas siglas, Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), que les permite dominar amplias zonas y mantener control sobre los territorios que domina, claves para las rutas del narcotráfico.
Contra ellos lanzó la Fuerza Pública la Operación Agamenón, que lleva unas espectaculares cifras de incautaciones de cocaína y de detenidos, pero que ha fracasado en su misión fundamental: acabar con «Otoniel».
Prueba de su fuerza y de su ambición de poder son los combates que mantienen con la última guerrilla activa en el país, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), en otra selvática región, el Chocó.
En esa zona del Pacífico el ELN ha sufrido duros golpes de las Fuerzas Militares que les han debilitado y poco ha tardado el Clan del Golfo en intentar ocupar esos territorios con combates que han provocado centenares de desplazados.
El ELN, que cuenta con unos 2.000 guerrilleros y ya inició un proceso de paz con el Gobierno, es la otra gran amenaza para el Estado. Empecinados en su lucha, inspirada en la de Fidel Castro, combaten para imponer un estado comunista en Colombia.
Pese a que no tienen la presencia con que contaban las FARC, siguen suponiendo una amenaza para las poblaciones rurales que tienen bajo su dominio, la mayoría de ellas en el Catatumbo y Arauca, fronterizos con Venezuela, y en el Chocó.
La última amenaza de seguridad es todavía una gran incógnita: las disidencias de las FARC que no se sumaron al proceso de paz.
Todavía no hay cifras acerca de cuántos son pero se estima que rondan los 200 y se sabe que operan en los selváticos departamentos del Vichada y Guaviare, donde esa guerrilla operó durante décadas y donde también se vio envuelta en el narcotráfico.
Todos saben que ahora tienen una opción para incrementar su fuerza y ocupar los espacios que dejan las FARC y el Estado tiene por delante el reto de evitarlo y consolidar su presencia con planes integrales de salud y educación y facilitando la participación política que lo acercará a la «otra Colombia».
Descubre más desde ElClick Panama
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.